Por: Martín Moreira Forma Parte de la Red de Economía política boliviana La historia de Bolivia está marcada por una constante que ha debilitad
Por: Martín Moreira
Forma Parte de la Red de Economía política boliviana
La historia de Bolivia está marcada por una constante que ha debilitado su desarrollo y limitado su proyección como Estado moderno: la corrupción, un fenómeno estructural y persistente que ha atravesado más de dos siglos de gestión pública y que ha erosionado la economía, la institucionalidad y la confianza ciudadana. Desde los albores de la República, pasando por las gestiones de Jaime Paz Zamora, Gonzalo Sánchez de Lozada, Jorge “Tuto” Quiroga, Evo Morales y la administración transitoria de Jeanine Áñez, se evidencia un patrón sistemático de desvío de recursos, sobreprecios, privatizaciones lesivas y vínculos con redes de intereses privados y, en ocasiones, ilícitos internacionales, que han drenado capital estratégico y limitado la inversión en sectores esenciales como infraestructura, educación y salud. Cada periodo de gobierno, con sus particularidades, ha dejado marcas económicas profundas: desde las vinculaciones con narcotráfico en los años ochenta hasta los escándalos de privatizaciones y contratos de alto costo en las últimas décadas, generando un impacto acumulado estimado en porcentajes significativos del Producto Interno Bruto, y dejando una sensación histórica de impunidad y fragilidad institucional. En este contexto, la actual gestión del presidente Luis Arce ha sido recientemente cuestionada por denuncias de corrupción que, según informes preliminares y auditorías independientes, involucran irregularidades en la adjudicación de contratos, manejo de fondos estatales y ejecución de proyectos estratégicos, sumando críticas que no solo apuntan a la legalidad de sus decisiones sino también al impacto económico negativo que estas prácticas podrían haber generado, reafirmando la preocupación histórica sobre la administración de recursos públicos en Bolivia. Este panorama, donde la corrupción se entrelaza con la política, la economía y la gobernabilidad, sitúa al país en un momento de inflexión, en el que la ciudadanía y los actores institucionales esperan acciones concretas que demuestren que es posible gobernar con transparencia, fortalecer la institucionalidad y recuperar la confianza social, superando décadas de desfalcos y estableciendo un estándar que rompa con el ciclo histórico de impunidad y saqueo que ha caracterizado a la administración pública boliviana.
La historia de Bolivia está marcada por una constante que ha debilitado su desarrollo y limitado su proyección como Estado moderno: la corrupción. Desde los albores de la República hasta la actual etapa del Estado Plurinacional, la corrupción ha sido un mal estructural, transversal y persistente que ha afectado el desempeño económico, la estabilidad política y la confianza de la ciudadanía en sus instituciones. Durante décadas, distintos gobiernos han permitido, tolerado o incluso promovido prácticas que drenaron recursos estratégicos del Estado, sumiendo a Bolivia en un ciclo donde la riqueza pública se convirtió en botín de unas pocas élites, mientras los sectores productivos y la población enfrentaban restricciones crecientes y servicios insuficientes. La corrupción, más que un problema aislado de funcionarios, se consolidó como un sistema que atraviesa la política, la economía y la sociedad, y cuya magnitud alcanza, según diversas estimaciones históricas, niveles equivalentes a más del treinta por ciento del Producto Interno Bruto en ciertos periodos, lo que representa décadas de oportunidades perdidas, inversión bloqueada y atraso en infraestructura, educación y salud.
En este contexto histórico, el presidente Rodrigo Paz asumió la presidencia el ocho de noviembre de 2025 con una tarea que trasciende la gestión gubernamental cotidiana y que tiene un carácter casi heroico. Paz no solo heredó la responsabilidad de gobernar, sino también la obligación de revisar a fondo la historia reciente del país, de identificar los vacíos institucionales, de exponer los desvíos económicos y de establecer un nuevo estándar ético para la administración pública. Durante los primeros siete días de su gobierno, equipos interministeriales realizaron auditorías y verificaciones que permitieron detectar un robo al Estado superior a los quince mil millones de dólares, un monto que, aunque preliminar y sujeto a certificación, refleja el grado de saqueo acumulado por gobiernos anteriores y que podría representar uno de los mayores desfalcos en la historia del país. Rodrigo Paz calificó esta situación con una expresión que sorprendió al país: al llegar a las instalaciones estatales encontró una “cloaca”, una metáfora que condensa la magnitud de la corrupción, el desorden administrativo y la falta de controles efectivos que caracterizaron las gestiones precedentes.
El desafío para Paz no es solo recuperar recursos y perseguir a quienes cometieron delitos, sino demostrar que Bolivia puede tener un gobierno que no robe, que no negocie con redes opacas ni con intereses privados que desnaturalizan la función pública. Este reto tiene un peso histórico que conecta con más de dos siglos de administración pública en los que prácticamente ningún gobierno ha logrado establecer estándares duraderos de transparencia. Jaime Paz Zamora, quien gobernó entre 1989 y 1993, es un ejemplo temprano de cómo la corrupción se entrelazó con factores internacionales y criminales. Su administración fue calificada como cleptocrática debido a los altos niveles de desvío de recursos y su vinculación, según investigaciones de Estados Unidos, con redes de narcotráfico. Incluso el propio Paz Zamora recibió 1,5 millones de dólares de un narcotraficante conocido como “El Oso”, un hecho que generó escándalo internacional y llevó a que Estados Unidos retirara visas a varios miembros de su partido. El daño económico y la fragilidad institucional de esa etapa se reflejaron en decisiones legislativas y en la permisividad hacia estructuras ilegales que posteriormente se consolidaron en distintos ámbitos del Estado.
Posteriormente, los gobiernos de Gonzalo Sánchez de Lozada, conocido como Goni, profundizaron la vulnerabilidad del país frente a la corrupción con procesos de privatización y capitalización de empresas estatales que, según auditorías posteriores, generaron pérdidas millonarias y compromisos contractuales lesivos para el Estado. La firma de los denominados Petrocontratos, sin la aprobación del Parlamento, evidenció no solo un incumplimiento formal de la Constitución, sino también un daño económico directo y estratégico a la soberanía energética de Bolivia. La etapa de Goni culminó con la crisis de Octubre Negro en 2003, una revuelta social que demandaba la nacionalización del gas y que dejó decenas de muertos, además de juicios civiles internacionales que mostraron la vulnerabilidad del país frente a decisiones de gobierno sin control ciudadano ni institucional. Jorge “Tuto” Quiroga, quien asumió la presidencia tras la renuncia de Sánchez de Lozada, continuó prácticas cuestionadas en el ámbito petrolero y en la gestión de empresas estatales, lo que evidencia la persistencia de estructuras corruptas más allá de los individuos y sugiere la existencia de un patrón histórico que conecta distintas administraciones con métodos similares de aprovechamiento de recursos públicos.
El caso de Samuel Doria Medina, aunque no fue presidente, representa otra faceta del fenómeno. Como empresario y exministro, su gestión y participación en procesos de privatización dejaron un saldo económico que, según informes legislativos, podría ascender a varios cientos de millones de dólares. La transferencia de recursos estatales hacia fundaciones privadas, la venta de empresas estratégicas a precios subvalorados y la utilización de estructuras offshore para desviar beneficios ilustran cómo la corrupción en Bolivia se ha insertado en procesos legales e institucionales, aprovechando vacíos normativos y relaciones de poder. Este patrón se repite en distintos gobiernos, desde la manipulación de fondos hasta la apropiación de activos estratégicos, y ha generado un impacto duradero en la economía nacional, en la confianza de inversionistas y en la percepción internacional sobre la gestión de recursos en Bolivia.
El gobierno de Evo Morales, con más de una década al frente del Estado, también enfrentó denuncias graves de corrupción que marcaron proyectos estratégicos como la industrialización del litio. El caso de Yacimientos de Litio Bolivianos y la construcción de piscinas de evaporación con materiales defectuosos representaron un daño económico significativo y mostraron cómo, incluso bajo discursos de nacionalización y soberanía, los recursos del Estado pueden ser desviados o mal gestionados, generando pérdida de inversión, retrasos en proyectos estratégicos y cuestionamientos internacionales. Las acusaciones sobre la influencia de relaciones personales en la adjudicación de contratos, como en el caso de Gabriela Zapata y CAMC, evidencian la mezcla de intereses privados y públicos que caracterizan la corrupción histórica en Bolivia, un fenómeno que no se limita al robo directo de dinero, sino que también afecta la planificación estratégica y el desarrollo económico.
La administración transitoria de Jeanine Áñez, aunque breve, dejó también un rastro significativo de irregularidades económicas y sobreprecios en contratos críticos durante la pandemia, desde la adquisición de respiradores hasta la compra de gases lacrimógenos y suministros alimentarios. Estos hechos, sumados a contratos dudosos en empresas estatales como ENTEL y YPFB, ilustran que la corrupción no distingue duración de mandato ni contexto político: incluso gobiernos de transición pueden incurrir en prácticas que afectan directamente la economía del país, profundizando el déficit fiscal y deteriorando la percepción pública sobre la transparencia estatal.
Frente a esta historia acumulada de corrupción, la llegada de Rodrigo Paz ofrece un contraste y, potencialmente, un punto de inflexión. Su gestión inicial, caracterizada por auditorías exhaustivas y la revelación de robos multimillonarios, plantea un modelo diferente de gobernanza: uno basado en la transparencia, en la rendición de cuentas y en la recuperación de recursos para la inversión productiva, la infraestructura y los servicios públicos. La magnitud del robo detectado, que supera los quince mil millones de dólares, refleja no solo la gravedad del desfalco, sino también el potencial económico que podría ser liberado si se aplican políticas de control, prevención y persecución efectiva de delitos económicos.
El desafío económico es enorme. La corrupción histórica ha drenado capital que podría haberse invertido en educación, salud, infraestructura, energía y desarrollo productivo. Cada mandato marcado por el saqueo ha incrementado la deuda pública, ha reducido la capacidad de inversión estatal y ha debilitado la confianza de inversionistas internos y externos. En este contexto, el gobierno Paz enfrenta la tarea de reconstruir un Estado eficiente, capaz de administrar sus recursos de manera responsable y de promover políticas que generen crecimiento sostenido y equitativo, demostrando que es posible un modelo de gestión pública basado en la integridad y en la eficiencia económica.
Desde el punto de vista histórico, la gestión de Paz puede ser un momento de ruptura con un ciclo de más de dos siglos donde la corrupción estructural ha sido la norma. Desde las vinculaciones con narcotráfico en los años ochenta hasta los escándalos de privatizaciones, contratos lesivos y sobreprecios de la última década, la continuidad de prácticas ilegales y opacas ha dejado una herida profunda en la estructura institucional y en la memoria colectiva. La narrativa de Paz, centrada en la transparencia, la rendición de cuentas y la denuncia pública de los responsables, constituye un cambio de paradigma que podría marcar un antes y un después en la historia del país si se consolida en políticas efectivas y sostenibles.
Políticamente, el presidente enfrenta un escenario complejo. La denuncia de corrupción, si bien necesaria, genera tensiones con sectores tradicionales, actores políticos de oposición y grupos de interés que históricamente han sido beneficiarios de los sistemas opacos de gestión pública. Además, el éxito de su proyecto depende de la capacidad de fortalecer instituciones, de garantizar la independencia judicial y de consolidar mecanismos de control interno y participación ciudadana que impidan la repetición de prácticas corruptas. La política económica, la institucionalidad y la justicia se entrelazan en un desafío único: demostrar que Bolivia puede avanzar sin corrupción, con desarrollo sostenido y con gobernabilidad sólida.
En conclusión, Bolivia enfrenta un momento crítico de su historia donde la economía, la política y la institucionalidad convergen en un mismo desafío: superar la corrupción estructural que ha marcado los últimos doscientos años. Rodrigo Paz tiene la oportunidad histórica de transformar la administración pública, de liberar recursos esenciales para el desarrollo económico y de establecer un modelo de gobierno basado en la ética, la eficiencia y la transparencia. El hallazgo de más de quince mil millones de dólares desviados al Estado no solo refleja la magnitud del saqueo acumulado, sino que también ofrece una oportunidad única para demostrar que es posible gobernar sin corrupción, estableciendo un precedente que podría cambiar para siempre el destino económico, político y social de Bolivia. La historia observa y espera que este gobierno, a través de la justicia, la auditoría y la planificación estratégica, marque un punto de inflexión que permita al país romper con siglos de impunidad y construir un Estado fuerte, eficiente y confiable, capaz de administrar sus recursos en beneficio de todos sus ciudadanos y no de unos pocos.


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