Cuando el poder ya no libera, sino que paraliza

Cuando el poder ya no libera, sino que paraliza

Por: Martin Moreira Forma parte de la Red Boliviana de Economía Política ¿Quién lo diría? Evo Morales, el líder que alguna vez juró no aferrars

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Por: Martin Moreira

Forma parte de la Red Boliviana de Economía Política

¿Quién lo diría? Evo Morales, el líder que alguna vez juró no aferrarse al poder, ha terminado por convertir su legado en una trampa para su propio partido. Y como en toda buena tragicomedia política, no podía faltar el heredero designado: Andrónico Rodríguez, presidente del Senado, discípulo leal y réplica política de Morales, que hoy repite gestos, discursos y acciones —como el bloqueo al ingreso de más de 1.800 millones de dólares de organismos internacionales— como si la historia no fuera más que una cinta en bucle. Cuando el ministro de Economía, Marcelo Montenegro, acusa a Evo de sabotear al país desde hace tres años, no está hablando solo del pasado: está advirtiendo sobre un presente donde el caudillo bloquea y su delfín legisla a conveniencia; donde el sabotaje se disfraza de revolución y la herencia política se convierte en una cadena, más que en una continuidad. El expresidente dejó de luchar contra el sistema para convertirse en su principal factor de desgaste.

Cuando el ministro de Economía y Finanzas Públicas, Marcelo Montenegro, afirma sin titubeos que “Evo inició el sabotaje hace tres años y el más afectado es el pueblo”, no está lanzando únicamente una acusación política: está trazando la radiografía de un conflicto más profundo, uno que atraviesa al Estado, al movimiento popular y al alma misma del MAS. ¿Cómo llegamos al punto en que un expresidente, venerado por una parte del país como figura histórica, se convierte en el principal obstáculo del mismo proceso que ayudó a fundar?

Los datos son duros, pero reveladores: más de 1.800 millones de dólares en créditos paralizados, la Ley de Fortalecimiento de Reservas postergada durante dos gestiones, y bloqueos recurrentes que paralizan carreteras, destruyen producción y elevan el precio de los alimentos. El «costo Evo», si se lo puede llamar así, no se mide solamente en cifras económicas: se traduce en días sin transporte, en alimentos que no llegan a los mercados, en hospitales sin insumos, en niños sin clases y en campesinos sin vender su cosecha.

Evo Morales, desde su repliegue táctico en el Chapare, ha dejado de ser el dirigente que galvanizaba a las multitudes con discursos de transformación para convertirse en un estratega del desgaste. Su narrativa ya no es la de la revolución democrática y cultural, sino la de la restauración de su figura. Quiere volver a ser el principio y el fin de la política boliviana, aún a costa de incendiar la pradera que ayudó a sembrar.

La ironía es monumental: Morales fue víctima de un golpe en 2019, pero ahora promueve un saboteo que se disfraza de insurrección democrática. ¿En nombre de qué pueblo se alza cuando su cruzada ignora el sufrimiento cotidiano de quienes dicen representarlo? ¿Qué tipo de justicia busca imponer bloqueando el acceso al pan, al gas y al salario?

Luis Arce, por su parte, gobierna sobre una cornisa. Llegó al poder con la legitimidad de las urnas y el mandato de estabilizar una economía en crisis, pero arrastra sobre los hombros el fantasma omnipresente de Morales, que no admite ni sombra ni sucesor. En lugar de ejercer una oposición ideológica madura y programática, Evo ha optado por dinamitar desde dentro el instrumento político que alguna vez construyó con mística popular. Su proyecto hoy es uno solo: Evo presidente o el caos.

Pero este juego de sabotajes no es gratuito. La economía boliviana, ya tensionada por la caída de ingresos externos y la presión inflacionaria, enfrenta un nuevo frente de batalla: la incertidumbre política como política de oposición. Mientras el Gobierno busca créditos y acuerdos para sostener la inversión pública, Morales y su bloque sabotean, exigen, condicionan. Cada ley frenada es un hospital que no se construye, una carretera que no se asfalta, una planta industrial que no nace.

El pueblo –ese actor siempre invocado y casi nunca escuchado– vuelve a ser rehén de una pugna personalista. Como si la historia boliviana no nos hubiera enseñado ya los altos costos de los caudillismos que se perpetúan en nombre de la liberación.

¿Hasta cuándo toleraremos que la política se reduzca a una guerra de egos, a una competencia de sabotajes y bloqueos? ¿Hasta cuándo confundiremos liderazgo con omnipresencia, y disidencia con traición? Bolivia merece algo mejor que este eterno retorno del conflicto interno, donde el ayer siempre regresa disfrazado de futuro.

En el fondo, no es solo la estrategia de Morales. Es la decadencia de un proyecto que, al negarse a renovarse, se autodestruye. El MAS está atrapado en una batalla entre lo que fue y lo que podría ser, y mientras tanto, el país paga el precio.

Evo eligió el camino del desgaste. El Gobierno intenta mantenerse a flote entre crisis internacionales, reservas limitadas y un fuego amigo cada vez más hostil. Pero al final, la pregunta no es quién tiene razón en esta guerra intestina, sino quién carga con las consecuencias. Y la respuesta es clara: el más afectado, como siempre, es el pueblo.

 

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