Por Martin Moreira Forma parte de la Red Boliviana de política Económica En medio del caos y la confrontación, todavía existen esfuerzos genuin
Por Martin Moreira
Forma parte de la Red Boliviana de política Económica
En medio del caos y la confrontación, todavía existen esfuerzos genuinos por construir un país más justo, digno y soberano. Sin embargo, esa voluntad de edificación se ve constantemente amenazada por discursos y acciones que, bajo la apariencia de soluciones, esconden estrategias de desmantelamiento. La coyuntura política boliviana no solo está marcada por el conflicto entre partidos o intereses, sino por una batalla más profunda: entre quienes apuestan por consolidar un modelo de desarrollo inclusivo y aquellos que, con retórica de libertad y modernización, promueven el debilitamiento del Estado y el saqueo de lo público. Mientras algunos siembran futuro en forma de industria nacional, salud pública y educación para todos, otros operan como termitas, corroyendo desde dentro los pilares de un país que aún lucha por levantarse. Esta tensión entre construir o destruir, entre dignidad colectiva o beneficio individual, define el momento histórico que vivimos.
La coyuntura política de nuestro país gira, se distorsiona, se retuerce y vuelve a girar como una tómbola sin control. Cada día nos enfrentamos a una nueva noticia que sacude la estabilidad, una suerte de montaña rusa donde amanecemos con incertidumbre y nos dormimos con zozobra. Lo alarmante es cómo este juego político se ha convertido en un espectáculo cruel, donde los medios y los discursos de ciertos políticos insisten en una inminente crisis que, si se concreta, no será un accidente sino el resultado de decisiones profundamente ideológicas.
En esta narrativa de «crisis inevitable», ciertos sectores de derecha —liderados por candidatos liberales— proponen privatizar lo que hoy aún nos queda de derechos. Nos dicen que nos darán libertad para elegir la educación de nuestros hijos, pero esa «libertad» viene disfrazada de una estrategia para desmantelar la educación pública. ¿Por qué destruirla en lugar de mejorarla? ¿Por qué no fortalecer su horizontalidad, su capacidad de igualar oportunidades en lugar de crear una educación de élites para algunos y de sobrevivencia para otros?
El mismo discurso se aplica a la salud pública. Desde el liberalismo se afirma que quien quiera una mejor atención, que la pague. Pero, ¿por qué no apostar por mejorar el sistema público, como lo ha hecho el SUS, que cubre el 80% del gasto médico y beneficia a más del 70% de la población? La respuesta es tan cínica como evidente: no hay dinero para mantenerlo… porque se quiere vender todo. Las empresas públicas no se consideran patrimonio colectivo, sino mercancía para la subasta.
Y mientras tanto, en el otro extremo del poder, un grupo de asambleístas que se dicen «del pueblo», que se llenan la boca con discursos de sufrimiento y representatividad, están bloqueando créditos que beneficiarían directamente a los más necesitados. No se entiende cómo pueden decirse defensores del pueblo mientras desangran el país en rituales de prebendas y juegos de poder.
Lo mismo ocurre con proyectos estratégicos como la industrialización del litio, una oportunidad histórica para Bolivia. Más de 2.000 millones de dólares podrían invertirse en el país, generando empleo y desarrollo. Pero algunos senadores y diputados prefieren dejar pudrir esos contratos bajo sus miserias políticas, aferrados a ambiciones personales. ¿Cómo entender semejante nivel de mezquindad?
Y, finalmente, ¿cómo comprender un país donde quienes se presentan como representantes de los sectores más vulnerables terminan cediendo el futuro del pueblo a las hienas escondidas tras los micrófonos? Montan circos de mentiras, agitan crisis fabricadas y luego culpan al sistema del caos que ellos mismos han provocado. Destruyen lo construido solo para cumplir sus fines personales, para gozar de ese poder que tanto critican.
En medio del discurso fatalista y hedonista que con frecuencia domina el debate político —cargado de soberbia y negación sistemática—, es necesario mirar más allá de las pasiones inmediatas. Al otro lado de esa narrativa destructiva, existe un Estado que enfrentó la angurria y el prebendalismo político para hacer frente a una crisis que intentó desesperadamente desgarrar la economía del pueblo. Un Estado que apostó por los bolivianos y que busca construir algo que perdure en el tiempo: un modelo de desarrollo que asegure el bienestar del pueblo boliviano. Y ese bienestar, como en cualquier parte del mundo, solo se alcanza mediante una industria responsable y una economía que integre a todos los sectores en su crecimiento.
Decir “no” a la continuidad en el poder es válido y necesario. Forma parte de cualquier democracia sana saber buscar la unidad para construir, no para destruir. La verdadera responsabilidad no está solo en criticar o derribar, sino en edificar algo mejor.
En ese sentido, el pueblo boliviano —tantas veces ahogado por la mezquindad política— necesita que se continúe el camino hacia un cambio profundo en la matriz productiva del país. Un cambio que deje atrás la dependencia de las materias primas y apueste por el valor agregado, la manufactura y una industria nacional sólida, capaz de traducirse en soberanía económica real.
La industria soberana no es solo un concepto técnico: es una herramienta real para mejorar la vida de los bolivianos y bolivianas. Es, en definitiva, una forma de resistencia frente a los intereses depredadores —las «hienas»— que merodean nuestros recursos naturales, nuestras empresas públicas, nuestra salud, nuestra educación, nuestra dignidad como nación.
El sacrificio de este gobierno solo tendrá sentido si logra sentar las bases para una continuidad justa, real, y con visión de futuro. Aún no sabemos cómo se desenvolverán las cosas —como dicen en el oriente boliviano, este “chiperío” sigue confuso— pero lo que sí debe quedar claro es que el país no puede seguir apostando por lo mismo de siempre. Bolivia necesita una política que piense más allá de intereses individuales y que apueste, de una vez por todas, por el bienestar colectivo y la sostenibilidad basada en la soberanía industrial, medioambiental, social y política.
El final del túnel aún no se vislumbra con claridad. Pero si al final de ese camino se elige apostar por el futuro del pueblo, por una Bolivia más digna, entonces valdrá la pena el esfuerzo.
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